Pocas veces ha roto el PRI el viejo código que dicta que en política los trapos sucios se limpian dentro de casa. En el 2000, la salida del poder tras 71 años de hegemonía total provocó los primeros temblores. Las peticiones de expulsión del entonces recién expresidente Ernesto Zedillo por permitir la apertura que dio entrada al turnismo con el PAN –derecha– y las acusaciones del fraude en la elección del nuevo presidente de la formación alumbraron por primera vez un riesgo real del implosión dentro del histórico partido mexicano.
Casi 20 años después y tras otra derrota traumática –el candidato José Antonio Meade obtuvo en diciembre el resultado más bajo desde las elecciones democráticas–, el panorama actual tiene muchos parecidos. Una facción de militantes, liderada por un exgobernador de Oaxaca, envió en primavera una carta al partido exigiendo la expulsión de Enrique Peña Nieto, culpándole del fiasco electoral, la violencia y la corrupción que marcó su sexenio. Mientras que los candidatos a la presidencia del partido, otros dos exgobernadores, andan repartiéndose graves acusaciones de corrupción durante la campaña. Más allá de las analogías con el pasado, la situación actual del antiguo partido hegemónico se antoja aún más grave por el fuerte retroceso en las plazas de poder federal y estatal.
Cuando Vicente Fox les arrebató la silla presidencial en el 2000, el PRI aún conservaba el liderazgo en la oposición con más del 30% de escaños en ambas cámaras. Hoy ha caído al tercer puesto y apenas supera el 15% de representación parlamentaria. Más importante aún: pese a la derrota en las presidenciales del año 2000, el poder estatal aún les pertenecía con 19 estados tricolores. Hoy, tan solo controlan 12 de los 32 estados. El repliegue en las instituciones y la pérdida de votos tiene además su correlato en la financiación, prácticamente un 50% menos con respecto al año pasado. Unas nuevas estrecheces que les han obligado a hipotecar una de sus emblemáticas sedes en la capital, por valor de 100 millones de pesos (cinco millones de dólares) para poder sufragar los gastos de su contienda interna.
En este contexto, se libran el domingo las primarias para elegir nuevo presidente del partido. El favorito, Alejandro Moreno, gobernador con licencia de Campeche, al sur del país, cuenta con el apoyo de la estructura del partido y la mayoría de los gobernadores. Ivonne Ortega, exgobernadora de Yucatán, también al sur, representa una opción más rupturista, pero aún con un pie en la guardia priista. Ortega ha volcado su discurso en tomar distancia con la Administración y la cascada de escándalos de corrupción asociados al ex presidente. Durante su mandato, Peña Nieto aupó como ejemplo de renovación dentro de la vieja maquinaria priista a tres jóvenes gobernadores: Javier Duarte, César Duarte y Roberto Borge. Los tres están hoy encarcelados o prófugos acusados de corrupción.
El cerco se ha ido estrechando más durante los primeros meses de gobierno de Morena. Emilio Lozoya, director de Pemex y responsable de la campaña de Peña Nieto en el exterior, lleva dos meses en busca y captura acusado de los delitos de lavado de dinero, cohecho y fraude. Mientras que Rosario Robles, ex secretaria de Estado, se sentó esta semana en el banquillo de acusados por el caso conocido como La estafa maestra, una red de corrupción fraguada durante el sexenio pasado que amenaza con llevarse por delante varias cabezas.
“El PRI está en el momento más complicado de su historia”, apunta el analista Roy Campos. “Está en un punto en el que prácticamente lucha por no morir. En dos años hay nuevas elecciones estatales y puede quedar relegado a un partido aún más pequeño. El nuevo presidente tendrá que afrontar qué va a cambiar, cuál va a ser su relación con el poder, desde dónde va construir una plataforma donde recuperar el poder y hasta si conservan el nombre”.
Cada vez que el PRI atraviesa por uno de sus baches electorales, vuelven a sonar las voces que optan por dar un nuevo giro existencial, otro lavado de cara para el partido. Nacido en 1929 de las cenizas de la Revolución a manos del militar Plutarco Elías Calles, ha tenido otros dos hitos fundacionales con Lázaro Cárdenas y Miguel Alemán, el primer presidente civil. Desde entonces, fue creciendo como un particular leviatán, un partido de masas al estilo socialista que terminó mimetizándose con el Estado en un sistema autoritario y corporativista –aglutinaba tradicionalmente igual a sindicatos que a patrones, a campesinos que a tecnócratas– perfeccionado durante más de 70 años ininterrumpidos en el poder.
Las acusaciones del vaciamiento ideológico del partido se retrotraen a la década de los ochenta, con la llegada de toda una camada de jóvenes tecnócratas formados en escuelas de negocios estadounidenses. “Con Carlos Salinas se consolidó ese modelo. Las cúpulas se volvieron tecnocráticas y neoliberales, pero las bases siguieron siendo nacionales y revolucionarias. Por eso, ya desde 2006, el PRI ha empezado a sufrir fugas en dirección a López Obrador”, apunta el analista José Antonio Crespo. La fagocitación del PRI por parte de Morena, erigido en una especie de nuevo- viejo-PRI, alcanza incluso a apuntar que la candidatura de Moreno, el favorito para las primarias, supondría un acercamiento al partido de López Obrador como estrategia desesperada de supervivencia.
El País