El líder espiritual indio Sai Baba, murió hace exactamente una década, doce años antes de los que había anunciado. Para sus detractores, fue solo otra muestra de un fraude criminal que incluía abusos, una extraña muerte y especulaciones de lavado de dinero. Para sus seguidores, fue una deidad.
Antilavadodedinero / Infobae
Aunque había agonizado durante un mes en uno de los hospitales que donó a su humilde pueblo natal en el sureste de la India, la muerte de Sai Baba hace exactamente una década sorprendió a muchos de sus fieles que esperaban un último milagro de su maestro.
El gurú había anunciado en varias oportunidades que su encarnación en la tierra como Sathya Narayana Rayu Ratnakara solo terminaría después de que cumpliera 96 años. Para sus detractores, la falla multiorgánica que puso fin su vida 12 años antes de lo que había predicho, era otra prueba del fraude criminal del que nunca se había hecho responsable.
Con su aureola de pelo afro, su túnica naranja y un mensaje simple y ecuménico que mezclaba elementos del hinduismo y del islam, el líder religioso indio se convirtió en un ícono de la espiritualidad new age de que comenzó a fines de los sesentas. Seguido por al menos 30 millones en todo el mundo y con centros en cientos de ciudades –aunque solo salió de la India una vez, para visitar al dictador ugandés Idi Amín, en 1968–, fueron algunos de sus devotos más cercanos quienes lo acusaron públicamente de pedofilia y abusos sexuales reiterados.
Sai Baba también estuvo implicado en el extraño crimen de seis hombres que supuestamente intentaron asesinarlo en su ashram en 1993, además de en una ola de especulaciones sobre los secretos financieros que escondía su imperio de US$9.000 millones.
Para sus víctimas, los cuatro días de duelo y el funeral de Estado al que asistieron en abril de 2011 más de 200.000 almas –incluyendo al entonces primer ministro, Manmohan Singh; la líder del histórico Partido del Congreso, Sonia Gandhi; leyendas del críquet, estrellas de Bollywood y una legión de funcionarios, políticos y miembros del poder sobre el que el gurú cimentó su obra– terminaron por sellar la impunidad de quien nunca había sido denunciado formalmente.
A comienzos del milenio, mientras centenares de jóvenes llegaban desde todas partes del mundo a visitar al autoproclamado dios en su ashram –casa de retiro– de Puttaparthi, el Departamento de Estado de los Estados Unidos, había alertado a los viajeros sobre el “comportamiento sexual inapropiado de un prominente líder religioso”. Luego reconocerían a la revista India Today que se referían a Sathya Sai Baba, a partir de las denuncias con las que eran “bombardeados” por mail a diario, tanto en la Embajada de Delhi como en el Consulado en Chennai.
Al igual que funcionarios de otros países, admitían sin embargo que no había mucho más que pudieran hacer: era un asunto en el que debía intervenir la Justicia india.
Al swami no parecía afectarle; tal vez porque su divinidad trascendía cualquier acusación y, como decían sus fieles, aquellas denuncias formuladas por extranjeros no eran más que ataques “anti-hinduistas”, tal vez porque sabía que contaba con la protección política de muchos miembros de la alta sociedad india que se habían beneficiado de su organización para lavar dinero.
En todo caso, los más devotos se convencieron de que todo lo que venía del maestro, incluso lo cuestionable, era parte de la enseñanza y aceptaron su mandato: “No buscar nada en Internet, sino en la ‘Inner Net’ (en inglés, la red interior)”.
Había nacido en Puttaparthi, estado de Andhra Pradesh, el 23 de noviembre de 1926, en una familia campesina de la oprimida casta Rayu. En la biografía que escribió uno de sus seguidores, Narayana Kasturi, dice que poco después de su nacimiento, sus padres encontraron una cobra en su cuna que los hizo comprender que su hijo era Ananta Shesha, “el que está acostado sobre la serpiente Shesha”, un avatar del dios Visnú.
Se dice que antes de su nacimiento, el profeta Shirdi Sai Baba había anunciado que reencarnaría en un niño indio.
Según el biógrafo, a los 14 años, Sathya Sai Baba sintió ese llamado y dijo: “Mis devotos están llamándome. Tengo una misión”. Pasó los tres días siguientes bajo un árbol, mientras una multitud se reunía a su alrededor para cantar con él los bhajans que había compuesto desde los 8 años, alabando a los dioses hindúes, pero también a él mismo. A partir de ese momento se proclamó “el avatar de nuestra era”, una encarnación divina enviada a la Tierra para provocar la renovación espiritual.
Desde entonces hizo famoso un mantra: “Amen a todos, sirvan a todos”, y alentó a sus fieles a involucrarse en el trabajo comunitario y la ayuda social. Era fácil que se maravillaran con sus milagros (o trucos de magia, según quién cuente la historia): a la vista de todos, materializaba ceniza y anillos de la nada.PlayLa muerte de Sai Baba
En 1950, con fondos de sus seguidores más acaudalados, comenzó a construir el ashram de Puttapharti que se convirtió en un lugar de peregrinaje mundial. En una extensión de 10 kilómetros cuadrados levantó una universidad, un instituto de especialidades médicas, un moderno hospital, colegios para chicos sin recursos, proyectos de irrigación y potabilización de agua, así como hoteles, restaurantes, y centros ayurveda de lujo para los devotos VIP.
Entre ellos, Goldie Hawn, Sarah Ferguson, y el fundador del Hard Rock Café, Issac Tigrett, que vendió su cadena de restaurantes para invertir en los emprendimientos sociales de Sai Baba.
Pero la fe de muchos tembló cuando, en el 2000, Jeff Young, un norteamericano que llegó a presidir uno de los centros de Sai Baba en los Estados Unidos y cuyo fervor era tal que se había casado por el rito y había considerado al líder indio su maestro durante más de dos décadas, denunció en el Daily Telegraph de Londres que su hijo Sam había sido abusado sexualmente por el gurú entre 1977 y 1999: “Lo forzó a practicarle sexo oral y se enojó con él cuando no pudo tener una erección. Cuando Sam dijo que no le gustaban los varones, le prometió que se transformaría en una bella mujer”.
Las acusaciones de abusos sistemáticos a adolescentes se sucedieron. En muchos casos, padres como Young decían sentirse “bendecidos” de que el maestro quisiera pasar tanto tiempo a solas con sus hijos. El documento The Findings, disponible en Internet, y escrito por otro devoto desencantado, el británico David Bailey, logró reunir varias de esas denuncias.
Otro tanto hizo la BBC en The Secret Swami, un especial de 2004 que recopila testimonios de víctimas que aseguran que Sai Baba les masajeaba los testículos con aceites y abusaba de ellos como parte de rituales por los que, les aseguraba, no debían tener miedo porque “eran afortunados por estar ante una oportunidad que muchos esperaban durante meses”.
Eso también removió la vieja historia sobre el asesinato de seis personas en su cuarto en 1983. Por entonces, la explicación fue que esos hombres habían intentado matar al gurú, aunque el incidente nunca terminó de explicarse. Algunos declararon más tarde a la prensa que todo se trató de una disputa por dinero.
Pero para millones en todo el mundo, era demasiado difícil aceptar que su avatar divino no era más que un abusador de menores. Concentrarse en sus buenas obras, y en su mensaje simple, que perdura, y que –con variantes– han repetido la mayoría de los maestros espirituales que a través de los años sedujeron a Occidente: “Lo que importa es vivir en el presente, vivir ahora, cada momento.”