El crimen organizado de las drogas ilegalizadas es una de las principales amenazas a las repúblicas democráticas y a la convivencia pacífica de las sociedades latinoamericanas del siglo XXI.
La afirmación no es desmesurada. Vasta evidencia demuestra que este fenómeno criminal compra voluntades políticas, judiciales, empresariales y de las fuerzas de seguridad públicas, y que no excepcionalmente estos mismos actores integran las organizaciones criminales.
Los casos paradigmáticos de Colombia y México, particularmente los gobiernos de Álvaro Uribe y Felipe Calderón, llevaron adelante medidas de mano dura utilizando a las Fuerzas Armadas contra los delitos de los débiles y de cuello azul, y medidas de mano blanda y de protección contra los delitos de los poderosos y de cuello blanco.
Los homicidios aumentaron escandalosamente, mientras algunos empresarios y autoridades de las fuerzas de seguridad pública y de la política recibían sobornos y pactaban con organizaciones criminales sin pacificar los territorios. En otra escala y con otra geoeconomía de las drogas tenemos el caso de Ecuador, con la proliferación de grupos criminales locales para el sostenimiento de la cadena de producción de las drogas de la zona andina hacia el mundo. Descartando los aprendizajes de Colombia y México, los gobiernos de Lenín Moreno y Daniel Noboa han planteado sucesivos estados de excepción y reformas normativas para utilizar las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interna. El Salvador de Nayib Bukele se nos presenta como el caso exitoso de la versión de las políticas de mano dura.
El gobierno sostiene que las comunidades salvadoreñas se han pacificado y que los homicidios bajaron drásticamente con la «guerra a las maras». Visto así, la receta ha dado sus frutos. ¿Pero estos son indicadores suficientes para medir el éxito de una política pública en seguridad? ¿Qué sucede con los desaparecidos, los abusos y las torturas a la población?
Bajando a tierra algunos conceptos, vale la pena prestar atención al contrabando de mercaderías. Llamativamente, esta es una actividad económica criminal desaparecida de la discusión pública sobre seguridad, a pesar de las grandes ganancias sucias que moviliza. Entre 2019 y 2022, en tan solo cuatro años, el valor de las mercaderías incautadas por contrabando ascendió a más de 72 millones de dólares.
Desconocemos lo que representa esta cifra en un negocio que, como todo crimen, no se deja captar en su totalidad. Sin embargo, podemos suponer que la millonaria suma incautada es solo un fragmento de las ganancias totales.
¿Por qué? Porque si la razón del contrabando se sustenta en su rentabilidad, estamos habilitados a hipotetizar que las ganancias de esta actividad criminal superan ampliamente los costos (incautación) y los riesgos (probabilidad de incautación). En otras palabras, el contrabando movilizó cientos de millones de dólares en Uruguay entre 2019 y 2022. Esto tiene al menos dos derivaciones. Por un lado, un mercado ilícito millonario solamente se desarrolla y perdura en el tiempo con corrupción.
Por otro lado, dado que una de las finalidades del negocio del crimen es la utilización de la renta generada, se necesita lavar el dinero sucio. Claro que todo esto no ocurre en la impunidad absoluta. Hay detenciones policiales, sentencias judiciales e incautaciones de mercaderías por este delito. No obstante, el contrabando de mercancías se mantiene floreciente pese a la pretensión punitiva del Estado. Entonces, volvemos a la premisa anterior: estamos ante un fenómeno estructural, el problema son el mercado y sus redes, no los individuos en sí.
El mercado de las drogas ilegalizadas y el contrabando tienen diferencias importantes. Las dos principales distinciones son: 1) en el mercado de las drogas ilegales, las sustancias tienen mayor probabilidad de generar ganancias extraordinarias. 2) En el mercado de las drogas ilegales, la probabilidad de ocurrencia de conflictos, violencias y crueldades es significativamente mayor. No obstante, sabemos que mercados pujantes de drogas ilegales pueden coexistir con bajos niveles de violencia.
Aquí están dos cimientos del mercado a reducir: la rentabilidad y la violencia. Ambos se pueden afrontar minimizando el conflicto y sin la ilusión de eliminar el mercado. Para ello se debe incursionar y profundizar en la regulación de las mercancías de amplia circulación (cocaína y marihuana), trabajando en la responsabilidad y los cuidados de los usuarios.
Esta no es una tarea para una única jurisdicción, se necesita un movimiento internacional para su completa efectividad, tal como sucedió con su contracara, la prohibición del opio a inicios del siglo XX. En paralelo, es necesario pacificar los territorios con procesos de mediación y negociación –lo que no significa impunidad y permitir la gobernanza criminal–. Es necesario construir comunidades abiertas ocupadas y ocupantes del espacio público. La pacificación de fondo de los territorios no se alcanzará sin disociar la violencia de la masculinidad respetada. Los esfuerzos estatales también deben dirigirse hacia el fortalecimiento de la inteligencia policial y financiera, la persecución del dinero (lavado de dinero) y la protección (corrupción) del capital criminal. Estas son algunas piezas para comenzar ya que no excepcionalmente estos mismos actores integran las organizaciones criminales.
El crimen organizado global fue responsable del 22 por ciento de los homicidios del mundo y del 50 por ciento de los homicidios ocurridos en América Latina en 2021. Es causa de miles de desaparecidos y de desplazamientos forzados, así como del florecimiento de otras empresas criminales. Esto es solo un fragmento de los daños y los dolores que produce.
En su extensa división del trabajo, el crimen organizado de las drogas ilegalizadas cubre un repertorio extenso de actividades delictivas de poderosos y de cuello blanco, así como delitos de débiles y de cuello azul. Mientras los primeros protegen el capital y se protegen a sí mismos, los segundos están desprotegidos creyendo no estarlo, defendiendo con su cuerpo lo que no les pertenece. Unos se disocian de la sangre derramada en el negocio criminal que colaboran a generar y disfrutan de las ganancias ilegales. Los otros tienen vidas breves, se exponen directamente al crimen y están dominados por la aspiración a emular el éxito del poderoso y su épica.
La potencia del crimen organizado no radica tanto en su capacidad de compra y ejercicio de la violencia y la crueldad, sino en lo que significa el mercado que integra. El mercado de las drogas ilegalizadas es la articulación de miles y miles de poderosos y débiles en redes rizomáticas y de subordinación, tejidas en el tiempo y el espacio internacional sobre los hombros de las ganancias de la prohibición de sustancias mercantilizadas ofertadas e intensamente demandadas. Es allí donde están la potencia estructural del fenómeno criminal y, por lo tanto, los problemas y las soluciones.
Como instituciones modernas que son, la Policía, la Justicia y la cárcel atienden a individuos y los efectos singulares de fenómenos complejos. Fueron diseñadas para ello, mas no para desarticular mecanismos causales, organizaciones y redes delictivas trasnacionales. Se crean organizaciones supranacionales para subsanar estos límites, pero los esfuerzos aún son insuficientes.
Las instituciones nacionales tienen grandes limitaciones para escalar a lo general y estructural desde los resultados particulares que detectan y abordan. Tampoco está en ellas hacerse cargo de asuntos de seguridad que las trascienden. En otras palabras, este no es un problema únicamente del Ministerio del Interior. En esta dirección, más a menudo de lo que se reconoce, las falencias en seguridad están en la comprensión del problema y su abordaje. Responsabilidad en ello tiene la herencia del derecho liberal positivista y de los gobernantes convencidos de que su intuición y guapeza son bases más firmes para la toma de decisiones en la materia que la evidencia de disciplinas científicas.
Esto alimenta la idea de que nada funciona, propiciando la tentación punitiva2 y la política pública criminal de la enemistad.3 De este modo, es insoslayable encaminarse hacia una reingeniería institucional y la descolonización de saberes obsoletos (también de intuiciones y sentidos comunes) aún dominantes en el quehacer de la seguridad.
Importa entender que los mercados ilícitos en general y los actores que los protagonizan han sido históricamente protegidos por los Estados.4 Los argumentos más frecuentes están relacionados al derrame de la rentabilidad que producen esos mercados en quienes deberían impedirlo.
Sin embargo, también es cierto que varios mercados ilícitos son protegidos, a pesar de su ilegalidad e ilegítima competencia, cuando generan un nivel de violencia mínimo tolerado por la sensibilidad social, organizan un territorio complejo y, al mismo tiempo, expanden el acceso al consumo de bienes legales por medio de la disminución de los costos.
Esto resulta de especial interés para el gobierno de turno y la política electoral, ya que se vincula con la satisfacción de la población y la pacificación de las comunidades. Esto demuestra la complejidad de los equilibrios y la ingenuidad de quienes llevan la palabra de las políticas de mano dura.
Los casos paradigmáticos de Colombia y México, particularmente los gobiernos de Álvaro Uribe y Felipe Calderón, llevaron adelante medidas de mano dura utilizando a las Fuerzas Armadas contra los delitos de los débiles y de cuello azul, y medidas de mano blanda y de protección contra los delitos de los poderosos y de cuello blanco. Los homicidios aumentaron escandalosamente, mientras algunos empresarios y autoridades de las fuerzas de seguridad pública y de la política recibían sobornos y pactaban con organizaciones criminales sin pacificar los territorios.
En otra escala y con otra geoeconomía de las drogas tenemos el caso de Ecuador, con la proliferación de grupos criminales locales para el sostenimiento de la cadena de producción de las drogas de la zona andina hacia el mundo. Descartando los aprendizajes de Colombia y México, los gobiernos de Lenín Moreno y Daniel Noboa han planteado sucesivos estados de excepción y reformas normativas para utilizar las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interna. El Salvador de Nayib Bukele se nos presenta como el caso exitoso de la versión de las políticas de mano dura.
El gobierno sostiene que las comunidades salvadoreñas se han pacificado y que los homicidios bajaron drásticamente con la «guerra a las maras». Visto así, la receta ha dado sus frutos. ¿Pero estos son indicadores suficientes para medir el éxito de una política pública en seguridad? ¿Qué sucede con los desaparecidos, los abusos y las torturas a la población?
Bajando a tierra algunos conceptos, vale la pena prestar atención al contrabando de mercaderías. Llamativamente, esta es una actividad económica criminal desaparecida de la discusión pública sobre seguridad, a pesar de las grandes ganancias sucias que moviliza. Entre 2019 y 2022, en tan solo cuatro años, el valor de las mercaderías incautadas por contrabando ascendió a más de 72 millones de dólares.
Desconocemos lo que representa esta cifra en un negocio que, como todo crimen, no se deja captar en su totalidad. Sin embargo, podemos suponer que la millonaria suma incautada es solo un fragmento de las ganancias totales. ¿Por qué? Porque si la razón del contrabando se sustenta en su rentabilidad, estamos habilitados a hipotetizar que las ganancias de esta actividad criminal superan ampliamente los costos (incautación) y los riesgos (probabilidad de incautación). En otras palabras, el contrabando movilizó cientos de millones de dólares en Uruguay entre 2019 y 2022. Esto tiene al menos dos derivaciones. Por un lado, un mercado ilícito millonario solamente se desarrolla y perdura en el tiempo con corrupción.
Por otro lado, dado que una de las finalidades del negocio del crimen es la utilización de la renta generada, se necesita lavar el dinero sucio. Claro que todo esto no ocurre en la impunidad absoluta. Hay detenciones policiales, sentencias judiciales e incautaciones de mercaderías por este delito. No obstante, el contrabando de mercancías se mantiene floreciente pese a la pretensión punitiva del Estado. Entonces, volvemos a la premisa anterior: estamos ante un fenómeno estructural, el problema son el mercado y sus redes, no los individuos en sí.
El mercado de las drogas ilegalizadas y el contrabando tienen diferencias importantes. Las dos principales distinciones son: 1) en el mercado de las drogas ilegales, las sustancias tienen mayor probabilidad de generar ganancias extraordinarias. 2) En el mercado de las drogas ilegales, la probabilidad de ocurrencia de conflictos, violencias y crueldades es significativamente mayor. No obstante, sabemos que mercados pujantes de drogas ilegales pueden coexistir con bajos niveles de violencia.
Aquí están dos cimientos del mercado a reducir: la rentabilidad y la violencia. Ambos se pueden afrontar minimizando el conflicto y sin la ilusión de eliminar el mercado. Para ello se debe incursionar y profundizar en la regulación de las mercancías de amplia circulación (cocaína y marihuana), trabajando en la responsabilidad y los cuidados de los usuarios. Esta no es una tarea para una única jurisdicción, se necesita un movimiento internacional para su completa efectividad, tal como sucedió con su contracara, la prohibición del opio a inicios del siglo XX.
En paralelo, es necesario pacificar los territorios con procesos de mediación y negociación –lo que no significa impunidad y permitir la gobernanza criminal–. Es necesario construir comunidades abiertas ocupadas y ocupantes del espacio público. La pacificación de fondo de los territorios no se alcanzará sin disociar la violencia de la masculinidad respetada.
Los esfuerzos estatales también deben dirigirse hacia el fortalecimiento de la inteligencia policial y financiera, la persecución del dinero (lavado de dinero) y la protección (corrupción) del capital criminal. Estas son algunas piezas para comenzar.