El 1 de junio de 2022, cerca de medianoche, el decreto ley del presidente tunecino Kais Said cambiaría el curso de la historia del poder judicial. El Boletín del Estado publicó una lista de 57 nombres de jueces y fiscales cesados de manera sumaria por supuestos delitos que iban desde la corrupción financiera y «moral», la obstrucción de investigaciones por terrorismo hasta «adulterio».
En ese mismo texto, Said, que se arrogó plenos poderes en julio de 2021 y defendió «no poder salvar el país sin limpiar el sistema judicial», amplió sus prerrogativas para cesar unilateralmente a los magistrados y prohibirles el derecho a huelga.
Uno de estos 57 nombres fue el de Béchir Akremi, exfiscal general del Tribunal de la capital (2016-2020) y antiguo juez de instrucción del Tribunal antiterrorista (2012-2016) que investigó los principales casos de la última década.
Entre ellos, el atentado en el museo del Bardo y de la playa de Sousse en 2015 -que sumaron 60 víctimas, todas extranjeras a excepción de un policía- y los asesinatos en 2013 de los líderes de izquierda Chokri Belaid y Mohamed Brahmi.
Después de tres décadas de carrera, Akremi fue detenido en febrero del pasado año por orden de la Fiscalía por haber ocultado presuntamente 6.000 expedientes relacionados con terrorismo y, desde entonces, permanece en prisión provisional a pesar de que el Código Penal limita dicha medida a 14 meses.
En un reportaje sobre la justicia antiterrorista publicado en 2020 por Inkyfada, Akremi había revelado informaciones ignoradas por la policía judicial, detenciones arbitrarias, torturas y coacción para obtener la firma de los acusados en informes contradictorios del caso del Bardo.
Quienes siguen de cerca el sumario contra Akremi, le consideran una víctima de la guerra de los servicios de seguridad, especialmente antiterroristas, pero sobre todo del comité de defensa de Belaid, cercano al presidente y que busca vincularle con el partido islamista Ennahda -actor clave de la transición democrática- al que señala como autor intelectual y material de los asesinatos políticos en ausencia de pruebas.
DE PARADERO DESCONOCIDO AL HOSPITAL PSIQUIÁTRICO
«Yo no soy político, sólo un juez que hace su trabajo. No he hecho nada, no vendrán a por mí», le aseguró el magistrado a su mujer, Mouna Ghribi, poco antes de que cuarenta agentes encapuchados entraran en su domicilio, en el extrarradio de la capital.
Tras cuatro días en paradero desconocido, la familia descubrió que había sido transferido al cuartel militar de Bouchoucha donde fue mantenido en una habitación a oscuras, inmovilizado en una silla y privado de sueño, relata Ghribi. Cuando se quejó de un dolor de cabeza, los responsables le propusieron «realizar un escáner» pero en realidad fue enviado al hospital psiquiátrico de Razi, en el que permaneció cinco días.
«No querían que hablara, querían encerrarle, darle medicamentos y hacerle pasar por un loco. Cuando publicamos un vídeo de él para mostrar lo contrario lo enviaron de nuevo a Bouchoucha», afirma esta antigua directora de guardería que se estremece al recordar el despliegue de seguridad, «era como una guerra en la que todos los policías del país estaban llamados a venir a por mi marido».
Esa misma noche, en una de sus diatribas, el presidente, que había criticado los «aplazamientos premeditados» de ciertos juicios, evocó el caso de un detenido que «fingía estar enfermo y loco para escapar de la justicia».