Parece que hay una maldición -el castigo de la paradoja- en la concesión de los premios Nobel de la Paz. El galardonado en 2019, el primer ministro etíope, Abiy Ahmed, recibió la distinción por su pretendida labor aperturista, su reformismo decidido y por el acuerdo de paz con Eritrea, firmado dos décadas después de la guerra (1998-2000).
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Tras el anuncio, el Comité Noruego expresó su deseo de que el reconocimiento sirviera para potenciar el bienestar de la población de ambos países. Un anhelo que no se ha podido cumplir.
Joven, sonriente y con un aire desenvuelto, la verdad es que Ahmed quedaba muy bien en la foto. Hijo de padre oromo y madre amara -musulmán y cristiana, miembros de las dos etnias mayoritarias en Etiopía-, se convirtió en ‘premier’ con 41 años. Lo hizo después de una oleada de protestas contra el Gobierno, dirigido por los tigrinos -una etnia minoritaria, con gestores eficientes pero poco democrática y apenas querida- desde los años 90.
Ahmed dio sus primeros pasos en política en 1991, cuando se unió al Partido Demócrata Oromo (PDO) para combatir el régimen socialista de Mengistu. Derrocada la dictadura, se afilió a las Fuerzas de Defensa Nacional de Etiopía, en las que recibió formación militar, desempeñó labores de Inteligencia y se especializó en ciberseguridad. No fue hasta 2010 cuando entró en política, siendo elegido diputado. Combinó su debut en esas arenas con su formación universitaria, obteniendo el doctorado en el Instituto de Estudios de Paz y Seguridad de la Universidad de Adís Abeba.
Escalada a la cumbre
Todo salto a la fama necesita un trampolín. El caso de Ahmed no fue diferente. Las protestas que estallaron en Etiopía en 2015 le permitieron culminar su escalada a la cumbre. El tono cada vez más crítico de los manifestantes contra la hegemonía tigrina en el Gobierno -un mando hasta entonces incontestable- acabó provocando la renuncia del exprimer ministro Hailemariam Desalegn. Con su salida, llegó el turno para el joven oromo, nombrado nuevo ‘premier’ en abril de 2018.
Las primeras medidas de Ahmed parecían prometedoras. La prensa -la misma a la que ha censurado- celebraba su valentía, por liberar a presos políticos o sacar de la lista de organizaciones terroristas a partidos. Demasiado frágiles, los laureles no tardaron en desprenderse de la corona. El pasado 4 de mayo, el primer ministro ordenó una ofensiva contra la región de Tigray, a la que acusaba de desobediencia por haber celebrado elecciones regionales sin estar permitido. La ONU y Amnistía Internacional denuncian que se han cometido crímenes de guerra. A veces, los premios se conceden mal.