Los gobiernos de México y Estados Unidos acordaron la semana pasada el que pomposamente denominaron Entendimiento Bicentenario (Bicentennial Framework), a partir de una reunión del Grupo de alto nivel de seguridad.
Antilavado de Dinero / CNN.
El esquema sustituye —o recompone— la Iniciativa Mérida, de 2008, creada por los presidentes Felipe Calderón y George W. Bush, y que nunca arrojó los resultados esperados
Las delegaciones de ambos países, compuestas por funcionarios de gabinete, expidieron una declaración conjunta que plantea una serie de metas y de acuerdos, algunos de las cuales son —en teoría— novedosos y otros parte de la liturgia tradicional de las reuniones de este tipo desde hace varias décadas.
La idea de reducir los homicidios represente una tarea de ambas naciones es original, aunque cada quien la puede interpretar a su manera. Es un hecho que en México, desde 2008, los homicidios dolosos por 100.000 habitantes han crecido estratosféricamente, pasando de 8 en 2007 —el año de menor número en la historia moderna de México— a casi 30 en 2020.
Si EE.UU. logra ayudar a México a acotar esta hecatombe, se tratará de un paso importante. Asimismo, si EE.UU. —en efecto— asiste a México en resolver el caso de más de 92.000 personas desparecidas —un reto técnico y financiero más que político— el acuerdo convenido podrá desempeñar un papel significativo en el esfuerzo de México de atender una auténtica tragedia.
Las declaraciones de ambos gobiernos después de la reunión dan la impresión de que se ha desechado el hilo conductor de la estrategia antidrogas y contra el crimen organizado desde finales de 2006, a saber: la captura o eliminación de capos, sin que se sepa muy bien qué la sustituye. Salvo por una serie de afirmaciones de buenas intenciones, como por ejemplo “luchar contra el crimen organizado y sus nuevos métodos con inteligencia compartida y nuevas tecnologías”, y de enfocar el tema de las drogas desde una perspectiva de salud pública, no hay grandes innovaciones concretas.
El gobierno mexicano subrayó la novedad de la “responsabilidad compartida” en la tarea de limitar el flujo de armas de norte a sur. No obstante, conviene señalar que además de la escasa originalidad de este planteamiento, los gobiernos de Calderón y de Peña Nieto, sobre todo el primero, insistieron repetidamente en que Washington debía hacer mucho más para impedir la exportación ilegal de armas a México, incluso insistiendo en sellar la frontera con San Ysidro, California no hubo ningún compromiso presupuestario ni legal de Estados Unidos.
En el fondo, he allí una de las tres grandes deficiencias del supuesto acuerdo, en mi opinión. Digo supuesto, ya que como es costumbre con los gobiernos de Biden y López Obrador, no sabemos en qué discreparon las dos delegaciones. Por ejemplo, no explicaron si fueron resueltos los reclamos expresados en días o semanas anteriores a la reunión, ya sea por la directora de la DEA, ya sea en filtraciones periodísticas, sobre la demora en la expedición de visas para agentes de la DEA o la renuencia de las autoridades mexicanas de recibir a más solicitantes de asilo haitianos.
La primera deficiencia yace en el tema presupuestario. En ninguno de los posibles compromisos asumidos por Estados Unidos (o incluso por México), existe una aportación fiscal para la prevención de homicidios, para buscar a los desaparecidos, para limitar el flujo de armas o para “reducir la adicción de drogas”.
Se entiende que la adicción es, sobre todo, en Estados Unidos, pues México no padece ese problema a gran escala y se ha mencionado en todas las declaraciones conjuntas desde la época de Ronald Reagan sin resultado alguno. En las palabras del secretario de Relaciones Exteriores de México: “Menos homicidios en México, y menos consumo de drogas (en Estados Unidos)”. Puede uno dudar de la eficacia de estos acuerdos si no existe ninguna partida presupuestaria para financiar su puesta en práctica.
En segundo lugar, según las versiones de varios medios estadounidenses, el gran elefante en la habitación al que nadie se refirió fue el tema migratorio.
Es cierto que el foco de atención fue la seguridad, como lo es también que ambos gobiernos conversan constantemente sobre la manera en que México seguirá haciendo el trabajo sucio de EE.UU. al deportar a los migrantes indocumentados de Centroamérica y otras regiones. Pero aparte de unos comentarios de López Obrador insistiendo en su deseo de atender las “causas profundas” de la migración mediante programas sociales en Centroamérica, y la afirmación de la prensa mexicana de que Estados Unidos estaba de acuerdo, no surgió ningún compromiso nuevo de Washington en esta materia.
La ausencia de la encargada de las “raíces profundas” de la migración —la vicepresidenta de EE.UU., Kamala Harris— solo puso de relieve la omisión del tema. El tercer defecto de lo convenido es de índole más abstracta. México insiste, desde 2008 por lo menos, en el efecto vicioso del flujo de armas del norte y en su carácter de factótum de la violencia en el país. La tesis siempre fue discutible en cuanto a su contenido factual: la Ley de prohibición de fusiles de asalto (“Assault Weapons Ban”) data de 2004; la explosión de la violencia en México comienza en 2008. Es decir, este último problema no tiene una causa única.
Pero sobre todo,la tesis mexicana descansa en un lamento típicamente mexicano, pero también estadounidense en materia de drogas: el problema viene de afuera.
Así como Estados Unidos ha reiterado desde los años 70 que el problema de las drogas en la sociedad estadounidense se debe combatir a partir de la oferta, que viene de afuera, México —ahora más que nunca— insiste que el problema de la violencia en la sociedad mexicana se debe combatir también a partir de la oferta, que viene de afuera, solo que de armas. Esta analogía, criticable y lamentable, ha sido exhibida por un exdiplomático mexicano con amplia experiencia en la negociación del Tratado de armas ligeras, y será desarrollada en un próximo ensayo. Aunque echarle la culpa de la violencia mexicana a las armas estadounidenses esté muy de moda en México, no deja de ser altamente discutible.
Se entiende que la administración Biden tiene que complacer a su contraparte mexicana en muchos ámbitos, para que le asista en uno: el migratorio. Es lógico que Biden no acepte, tal cual, la postura de López Obrador de “abrazos, no balazos” frente al narco, sobre todo a la luz del auge impresionante de muertes en Estados Unidos por sobredosis de fentanilo, casi todo procedente de México.
Y es perfectamente comprensible que López Obrador quiera deslindarse del fracaso —para mí innegable— de sus dos predecesores en este campo y de la Iniciativa Mérida. Por todo ello, un documento como el que da pie al Entendimiento bicentenario es explicable y útil. Tal vez pase a ser la base de una estrategia binacional novedosa y eficaz en el futuro. Por ahora, no lo es.