Virginia Hill, la amante de Al Capone…En plena Ley Seca fue la favorita del célebre mafioso. Una historia para hacerse un rato para leer en medio de la cuarentena por el coronavirus.
Antilavadodedineo / Clarin
Virginia Hill, la mafiosa más sexy.
Que una mujer, en los años cuarenta y cincuenta, llegue a ser parte activa de la mafia suena un poco inverosímil. Que una mujer llegue a ser la encargada de los negocios en ese brave new world que era México, que maneje un ejército de hombres, el lavado de dinero y el tráfico de heroína, parece directamente imposible. Pero esa mujer existió: se llamaba Virginia Hill, y esta es su historia.
Virginia nació en Lipscomb, Alabama, el 26 de agosto de 1926. Tenía diez hermanos que vivían, como en ella, en una pobreza casi absoluta, y un padre borracho y golpeador. También un fuerte acento sureño que no la abandonaría por el resto de su vida.
En la audiencia frente al senado de 1951, que la investigaba por lavado de dinero y participación en actividades de la mafia, su acento se destaca frente a la voz neutra de los interrogadores, como si estuvieran hablando con una campesina en una plantación de algodón.
Su arma principal, sin embargo, siguió siendo el sexo: vivía de sus amantes, que en general eran personas importantes.
Desde pequeña, según los testimonios, Virginia tuvo una personalidad arrolladora. Criada entre hermanos varones, no dudaba, en las tardes húmedas y calurosas de Alabama, en ponerse a pelear con ellos hasta humillarlos. Cuando no podía ganarles por las buenas, esperaba: se sabe que la venganza siempre se sirve fría.
Una de esas tardes, harta de escuchar a su madre recibiendo los golpes del padre, se acercó a éste, le mostró un cuchillo y le dijo que si le pegaba a la madre una vez más, una sola, ella iba a esperar a que estuviera dormido y le iba a cortar la garganta.
El padre, contra todo pronóstico, no volvió a tocar a la madre y dos meses después, directamente, se fue de su casa. Años después, su madre haría lo mismo.
Virginia ya se sentía ajena a lo que la rodeaba. Estaba para otras cosas, para un destino más alto. A los quince se casó con George Randell y se mudaron a Chicago. Eran los tiempos del surgimiento del jazz, los nuevos automóviles, el cine mudo, una modernidad que aceleraba pronto todas las cosas.
Virginia, que no tardó en separarse de Randell, soñaba con una carrera en el mundo del espectáculo, pero mientras tanto debía trabajar como camarera (y, si la situación lo ameritaba, como prostituta). Una de esas noches conoció a Al Capone.
Virginia Hill. Junto a Al Capone aprendió todo sobre el lavado de dinero.
Eran tiempos de Ley Seca, lo que había favorecido naturalmente el surgimiento de organizaciones criminales. La más importante era dirigida por un joven de cara redonda y marcada por tres antiguas cicatrices hechas a navaja. El alcohol ilegal, la prostitución y el juego pasaban por sus manos: en 1927 su fortuna se calculaba en unos cien millones de dólares.
Capone conoció a Virginia en su función de camarera y pronto se transformó en la prostituta favorita de él y los otros capos mafiosos. Algo, sin embargo, la diferenciaba de la nube de chicas que servían a sus propósitos sexuales: cierta ambición y cierta ciega tenacidad que podía verse a simple vista. Capone lo vio y decidió usarlo a su favor.
Una doble personalidad
Pronto, Virginia pasó a ser una especie de secretaria para la mafia local, que la utilizaba para enviarse mensajes. Se destacaba su doble personalidad, la capacidad de guardar cualquier secreto, por un lado, y la de hablar con frivolidad y ligereza (con un acento sureño campesino, por supuesto) sobre cualquier tema que se le pusiera adelante. Su arma principal, sin embargo, siguió siendo el sexo: vivía de sus amantes, que en general eran personas importantes.
Uno de los primeros fue Joe Adonis, el capo de la familia de Nueva York, lo que implicó el traslado de Virginia a esas tierras. Una noche, sin embargo, conoció a Bugsy Siegel, y su vida daría un giro radical.
Cuando en 1933 se abolió la ley seca, Bugsy fue el encargado de diversificar los negocios de la familia. Para eso vivía en la Costa Oeste, en las Vegas, donde tenía planeado instalar un casino hotel en el que la mafia pudiera lavar su dinero.
Era un ángel demente de ojos claros, que no vacilaba en matar a quien se le pusiera adelante. Daba miedo a los hombres y deseo sexual en las mujeres.
Virginia había sido enviada a espiarlo, para verificar el destino que le daba al dinero, pero no tardó en enamorarse de él. Juntos construyeron el primer casino hotel de Las Vegas, el Flamingo.
El nombre, según la leyenda, proviene del apodo con el que Bugsy llamaba a Virginia, a raíz de sus largas piernas: flamenco. Su relación fue corta, intensa y tormentosa. Se peleaban en público, discutían a los gritos, se tiraban con platos y lámparas y lo que tuvieran a mano: las reconciliaciones eran fogosas y casi maratónicas y podían oírse desde el palier del hotel.
«Y si todavía buscan gangsters, por qué no empiezan desde lo alto de la Casa Blanca hacia abajo’, les dijo Virginia a los periodistas.»
La familia, sin embargo, sospechaba de Bugsy. Creían que una parte de los fondos que le estaban enviando eran desviados hacia sus cuentas suizas. Mandaron, entonces, a Meyer Lansky, un famoso miembro de la mafia judía, para revisar sus libros. Bugsy y él discutieron durante una larga noche. Poco después, la decisión estaba tomada. Unos días antes, sin razón aparente, luego de una de sus peleas, Virginia se tomó un avión a París.
Esa noche, Bugsy estaba acostado en el sillón de la casa de Virginia en Beverly Hills, tomando whisky y leyendo Los Angeles Times, cuando desde la ventana alguien, armado con una carabina, le dio cinco disparos, dos de ellos en la cabeza.
En un hotel de París, esa misma noche, Virginia se tragó con whisky diez pastillas para dormir. No fueron suficientes, sin embargo. El botones del hotel, que había entrado para hacer la habitación, la encontró desvanecida en la bañera, dio aviso a las autoridades y pronto la internaron y le hicieron un lavaje de estómago y salvaron, a su pesar, su vida.
Virginia viajó, entonces, a ver a Lucky Luciano, que vivía en Italia, para pedirle una segunda oportunidad, y éste, después de pensarlo, decidió ubicarla en México. La mafia seguía buscando diversificar sus negocios, y el país azteca se presentaba como un terreno virgen.
Virginia lleva a cabo una actividad desenfrenada. Se hospedaba en el hotel La Reforma, cuyo propietario era el presidente Miguel Alemán, y juntos emprendieron una serie de conexiones con empresarios, militares y políticos que les permitió montar la red de narcotráfico y lavado de dinero más grande de Latinoamérica.
El recorrido es así: en un laboratorio clandestino se fabrica la heroína, y es el piloto Luis Amezcua, parte del estado mayor del presidente Alemán, que tenía permitido los viajes particulares de un país al otro, el encargado de llevarla a Estados Unidos, donde se distribuirá. Con el dinero, la mafia tiene pensado construir hoteles y casinos, pero esta vez en Acapulco, lejos de la opresiva ley norteamericana. Sus planes, sin embargo, se vieron arruinados por un periodista.
Al Capone. Apenas vio a Virginia Hill, reconoció en ella aptitudes para sus negocios ilegales.
Se llamaba Agustín Barrios Gómez, era miembro de la aristocracia mexicana y escribía una columna semanal, mezcla de chimentos e información, llamada “Ensalada Popoff”. Invitado al bar del hotel, que frecuentaban nombres como Orson Wells, Kirk Douglas, Diego Rivera o la mismísima Frida Kahlo, Gómez escribe, en su nota, lo que ha escuchado en esas conversaciones: que Virginia Hill trabajaba para el mafioso Frank Costello, en consonancia con el presidente de México. La nota sale una mañana: esa misma noche, un grupo de hombres le da una paliza a Barrios Gómez, y tres días después el FBI está golpeando la puerta del hotel. Virginia se ha ido.
Los agentes comienzan a interrogar a todos aquellos que tuvieron contacto con ella y no tardan en dar con alguien que les dice que está en Acapulco. La encuentran a la mañana siguiente, tomando sol al lado de una piscina, y la arrestan. El cargo: malversación de fondos.
Un grupo de periodistas está afuera del hotel. Virginia se para frente a ellos y les dice: “Estas son mis últimas palabras para ustedes. Estoy cansada de su maldita persecución. Deseo con todo el corazón no volver a poner los pies en su llamado mundo libre. Ustedes saben bien como yo que no les debo nada.
Si acaso, ustedes me deben algo. Y si todavía buscan gangsters, por qué no empiezan desde lo alto de la Casa Blanca hacia abajo. Pónganlos a todos ellos en la cárcel y este mundo estará mejor. Así que pueden irse al infierno ustedes y todo el gobierno de los Estados Unidos.”
Perseguida por el gobierno
Virginia sale ilesa de los cargos, pero dada la popularidad que ha obtenido, la mafia no quiere saber nada con ella. En 1950, en Europa, conoce y se casa con Hans Hauser, un famoso esquiador austríaco, y poco después tienen un hijo que deciden llamar Peter.
Su contacto con el mundo del crimen organizado, y con el mundo de la ley, parece haber acabado por completo, pero en el ‘51 la llaman a declarar en el Congreso. Hoover, el famoso e implacable director del FBI, está emprendiendo una cruzada solitaria contra la mafia norteamericana, y ella, que había alcanzado un puesto altísimo, está en la mira. La audiencia puede verse por YouTube, y es maravillosa.
Uno de los senadores le pregunta si conoce a Frank Costello o a Lasky, sus jefes directos, y ella responde que no. Le preguntan entonces si no les caen bien esas personas. No, dice ella, y la sala entera rompe en carcajadas.
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El final de su vida, como el de todas las vidas, es triste. Perseguida por el gobierno (que acusa a Hans de ser un inmigrante ilegal) olvidada por la mafia, Virginia se muda a Suiza con su marido y su hijo y se vuelve alcohólica, engorda y se termina suicidando con somníferos a los cuarenta y nueve años, aunque algunos adjudican el suicidio a la propia mafia, a la que ella había sido leal hasta el fin.