Dos décadas después de los atentados del 11-S, declaración de guerra al mundo libre diseñada para matar a unos miles y sobrecoger al resto, la sociedad occidental ha aprendido ha convivir con el miedo al terrorismo, hasta normalizarlo como un ingrediente más de una vida pública que en estas dos décadas se ha visto sacudida por crisis globales aún más graves, por dimensión y consecuencias: la financiera de 2008, que provocó la mayor recesión del último siglo, y la generada por la pandemia, aún irresuelta. Si algo cambió el mundo aquel 11-S, aún interpretado como el comienzo de una nueva era, fue en el sentido de preparar al conjunto de Occidente para renunciar a cualquier certeza y aceptar el sobresalto, en cualquiera de sus formas, todas terribles, como divisa del nuevo siglo. Dos décadas después, la caída de las Torres Gemelas no puede competir con el pánico universal que el año pasado generó el coronavirus, hasta paralizar el planeta y dejar un reguero de muerte que nunca podrá ser cifrado con exactitud.
Antilavado de dinero / ABC.
Que Estados Unidos se sintiera herido por el zarpazo terrorista del 11-S, aún más lesivo que el ataque de Pearl Harbor, y respondiera de inmediato con una ofensiva militar en Oriente Próximo -contestada con aquel «No a la guerra» que recorrió el mundo desarrollado, respuesta insolidaria y sectaria a una amenaza compartida- entra dentro de la mecánica de las contiendas del siglo pasado. Analizado desde el momento presente, el error fue responder con fórmulas tradicionales, con una invasión terrestre apoyada con medios aéreos, a una guerra no convencional, como la que desde entonces libra el islamismo desde cualquier frente. La ejecución de Osama bin Laden, a través de una operación secreta -igualmente invasiva, en territorio de Pakistán- o los ataques quirúrgicos con que Estados Unidos ha abatido en los últimos meses a figuras de la talla criminal de Qasem Soleimani, caudillo de la Guardia Revolucionaria de Irán, trazan la hoja de ruta de una guerra que sigue activa, pero por otras vías. El fracaso del proceso democratizador de Afganistán da cuenta de la complejidad de someter a un islam que en la Primavera Árabe y a lo largo del norte de África y buena parte de Oriente Próximo ya mostró su integridad y su integrismo para resistir cualquier tensión civilizadora y regresar a la tiranía, a menudo con el concurso de Occidente, con amplia experiencia en buscar aliados entre las teocracias del Golfo y en apoyar regímenes autoritarios que ante la amenaza del terrorismo representan el mal menor, sin otra ética que la del beneficio común y el sosiego compartido. Entenderse con los talibanes mientras los drones apuntan a sus cabecillas quizá resulte más efectivo y rentable -así lo hizo entender Estados Unidos mucho antes de la llegada de Biden- que mantener durante décadas un protectorado insostenible sin ayuda externa, similar al del Sahel. La guerra contra el terror no se desarrolla hoy en Afganistán, sino en París, Londres o Madrid, y son los servicios de inteligencia y las Fuerzas de Seguridad quienes deben librarla sobre el terreno.
El reto al que se enfrenta el mundo libre consiste en asegurar su territorio mientras deja que los centros de producción del terror, de nuevo con patente talibán, recobren su actividad y exporten su violencia. No será fácil. Estados Unidos se repliega, quizá para siempre, y Europa ni siquiera tiene medios para cumplir los estándares que le exige la OTAN para autodefenderse. Quedan China y Rusia para aprovechar cualquier elemento que debilite a Occidente, y un terrorismo islámico al que estamos obligados a combatir de cerca tras renunciar a plantarle cara -nadie quiere guerras, solo victorias- en su propio terreno.